martes, 11 de noviembre de 2014

Islandia, corazón de hielo y fuego (XI)


Y llegamos a la capital, Reykjavik.
Fría piedra para un cielo azul
Buena idea tuvieron quienes allá por los años 40 decidieron levantar en lo alto de una colina la iglesia más famosa de Islandia. Primero porque de esta manera sería visible desde toda la ciudad y segundo porque llegaría a convertirse en uno de los símbolos de la misma.




De culto luterano, y con un nombre que quiere recordar al poeta islandés Hallgrimur Pétursson, de gran renombre por los himnos y odas que compuso, su silueta es inconfundible y constituye un edificio de culto a nivel internacional arquitectónicamente hablando. Tardó casi 34 años en construirse pero nunca se varió su diseño original, con reminiscencias art decó y al mismo tiempo un racionalismo rectilíneo que luchaba contra las florituras del primer estilo.






Para su creación, los arquitectos se inspiraron en las omnipresente columnas de basalto que se pueden encontrar por toda la isla, aunque eso no fue óbice para que la polémica saltara desde que dieron a conocer sus planos.






Tan fría por dentro como por fuera, su interior es la luminosidad hecha piedra y al mismo tiempo el minimalismo llevado al límite. Así que con los años se le añadieron elementos que le aportaran calidez y al tiempo fueran útiles, como el gigantesco órgano de 5.275 tubos que quienes tengan esa suerte podrán escuchar tres veces a la semana en verano, o la pila bautismal en cristal de roca.





Pero lo que quizá llame más la atención es subir hasta lo alto de la torre de 75 metros y admirar las vistas sobre la capital de Islandia.







Frente a la iglesia se levanta un monumento a Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo, explorador vikingo a quien consideran el primer europeo que llegó a América, 500 años antes de Colón. La escultura es un regalo de América por los 1000 años de la fundación del parlamento islandés.




Pequeña, pero catedral
Levantada a un lado de una preciosa plaza cubierta de hierba y escoltada por el imponente edificio del Parlamento Islandés, la pequeña pero encantadora Catedral de Reykjavik es uno de los centros neurálgicos de la vida diaria de la capital islandesa.


Dado que sus dimensiones son muchísimo más modestas que las de la imponente Hallgrímskirkja, esa que se vislumbra desde 20 kilómetros antes de llegar a la ciudad, los visitantes tienden a pensar que la verdadera catedral es esta última, cuando realmente, el título lo ostenta la pequeña Dómkirkja al haber desempeñado un papel vital en la historia religiosa y política de Islandia.


Aparte de que es mucho más antigua, ya que se empezó a construir a partir de 1787 y su puerta de entrada mira al lugar exacto en que el primer colonizador, Ingólfur Arnarson levantó su vivienda, atraído por los vapores emergentes de las fuentes termales.
Su importancia se debe sobre todo a que en ella se celebró la fundación del Reino de Islandia en el siglo XIX y fue escenario de la primera vez que se tocó el himno nacional, aparte de albergar durante muchos años los archivos nacionales. Por ello desde 1845 tienen lugar en su interior los servicios religiosos del gabinete de gobierno y de los miembros del Alþingi (Parlamento).

Por dentro es muy sencilla, austera pero luminosa como buen templo luterano que es; pero tiene un encanto especial, algo que no vimos en otras iglesias de la fría Islandia.
Es una pena que casi nadie se acerque a ella para respirar y vivir la que quizá sea la parte más importante de la historia de la isla.

Hexágonos, cubos y arte
Desde hace años, y sobre todo últimamente, se ha tomado a Islandia como ejemplo del paso de una sociedad en crisis y bancarrota casi absoluta a modelo de progreso, modernidad y bienestar.


Ejemplo y muestra de ello es el Harpa, que fue uno de los primeros edificios y quizá el más relevante de los que se levantaron tras la recuperación económica del país, por lo que para los nativos es un símbolo de cambio positivo, heraldo de maravillosos y costosos esfuerzos artísticos y económicos.



Por eso un islandés siempre defenderá este poco atractivo ( a primera vista) montón de cristal, hormigón y metal, y no descansará hasta que descubramos las bellezas y bondades del que se dice que es el mayor rival en cuanto a diseño y dimensiones de la Opera de Sidney.



Cuando entramos nos da la impresión de haber penetrado en una gigantesca y translúcida colmena, e incluso a contraluz, los visitantes que se mueven por las diferentes salas del Harpa parecen ser por unos momentos zánganos o abejas en laborioso movimiento.






Su parte inferior tiene varias tiendas que nos muestran el más novedoso diseño islandés, cafeterías y restaurantes y salas de exposiciones. Pero sobre todo el cubo destaca por ser escenario de magníficos espectáculos musicales y teatrales.
Al final te acaba gustando, porque encuentras que su alma es tan trasparente como sus paredes.
La nave del sol
Pasear por la zona de Reykjavik que mira directamente al Atlántico Norte, por el paseo que llaman Saebraut y no acercarse a admirar la elegancia y originalidad de la escultura Sun Voyager, sería un auténtico pecado. La capital de Islandia está llena de estatuas fascinantes y monumentos abstractos que nos hablan de las inquietudes artísticas de los descendientes de los vikingos que poblaron la llamada " Bahía humeante".

De entre todas destaca esta escultura "viva" de Árnason cuya forma de esqueleto de barco, atrae como un imán a propios y extraños, cautivándolos y haciendo que reflexionen y recuerden que los descendientes de aquellos fueron unos aventureros sin parangón en la historia de la Humanidad.



El frío acero del que está construido parece fundirse ante nuestro ojos como la exquisita mantequilla islandesa y se nos antoja moldeable y cercano. El escenario frente al que se levanta, junto al mar y las montañas nevadas que le sirven como telón de fondo, hacen que no deseemos seguir adelante, sino embarcarnos con aquellos aventureros que confiaron en que había algo más después del horizonte.

Y quizá eso es lo que quiso mostrar su autor; más que un barco vikingo, la escultura simboliza la luz y la esperanza, un viaje hacia el sol, hacia la eternidad....

En el confín del mundo
El extremo occidental de la desconocida península de Reykjanes nos presenta otro de los paisajes más accidentados y salvajes de Islandia, con playas que si bien no son vírgenes, parecen serlo, ya que no hay una cultura del baño y del sol, como en los países más meridionales por lo que no hay construcciones, chiringuitos de playa o la más simple tumbona.

Lo que sí que hay es enormes extensiones de arena y mar, peñascos azotados por la lluvia y el viento y una sensación de soledad bastante inquietante. Y eso que sólo está a unos 25 kilómetros de Reykjavik.




Para llegar a este singular enclave, debemos pasar primero el pueblo de Gardur, para tropezarnos casi de repente con el precioso y muy ventoso cabo de Gardkagi, objetivo de ornitólogos de todo el mundo por ser lugar de residencia y nidificación de gran variedad de aves marinas, así como lugar de paso para focas y ballenas.



Pero quizá lo que más llame la atención sean sus dos solitarios faros, uno viejo y otro nuevo que parecen hacerse compañía para evitar la desolación que lo envuelve todo. Si nos acercamos al viejo, pintado en la clásica combinación roja y blanca, tendremos unas impresionantes vistas de 360º del cabo, mientras que el faro nuevo está más metido en tierra, por lo que tuvieron que hacerlo muchísimo más alto.


Vale la pena pasear por el recinto que engloba los dos faros y disfrutar de una unión casi perfecta entre la naturaleza y la tecnología, entre el hombre y la tierra.

Entre dos mundos
Seguimos recorriendo la agreste y semidesolada península de Reykjanes para descubrir nuevos rincones con los que completar nuestro viaje a Islandia.


En esta ocasión, y tras dejar atrás varias fábricas abandonadas, otras que aún funcionan y sobre todo varios santuarios de aves marinas, que gracias a que esta lengua de tierra permanece casi virgen, siguen dando cobijo a multitud de especies que pueblan la costa de la isla, llegamos a uno de los lugares más curiosos de esta zona. Tras aparcar el coche nos acercamos a un puente que cruza un río de arena volcánica negra que sirve de unión entre la placa tectónica americana y la europea. El punto que separa o une el este del oeste. Las placas se separan a razón de 2 centímetros cada año y es lugar de frecuentes terremotos y corrimientos de tierra y se dice que este punto de Islandia y dos que se encuentran en el este de África son los únicos lugares donde podemos observar este fenómeno a nivel de superficie.


Por un lado tenemos la placa americana, donde se asientan ciudades como Nueva York, y por otro la anciana placa europea donde vive el 75% de la población mundial, ya que engloba a India y China.
Como vemos es un lugar importante desde el punto de vista geológico y como curiosidad, para los que no somos científicos no esta nada mal.
Poca gente puede decir que ha estado en el lugar donde se separan los continentes, ¿no?.

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